Imagen generada por inteligencia artificial mostrando un paisaje desertico lleno de brotes marchitos y una mujer sin rostro cargando una vasija que contiene un arbusto marchito

El brote perfecto

La noche infinita se cubría de inmensas nubes rojizas que amenazaban con lluvia. Cada minuto que pasaba oscurecía con profunda elocuencia, como si los astros dictaran un discurso lleno de miasma explicando su desazón. Una niña sin rostro contemplaba la escena. Si tuviera ojos, llovería; si tuviera boca, tronaría; si tuviera nariz… quién sabe qué haría si tuviera nariz. Con sus manos sostenía una vasija de barro rota hasta la mitad. Estaba vacía, desnutrida y despojada de vida, pero era así como la niña la quería.

Las horas pasaron. Las nubes continuaban amenazando con llover, pero no soltaban ni una sola gota. El cielo se ennegreció en franca antagonía a la luz, y los astros callaron su murmullo.

En las manos de la niña, la media vasija clamaba por vida al ver la tierra marchita crear ramas secas. Ella clamaba que las ramas estaban vivas y lo creía, también lo creyó la vasija, pues era hija de la tierra.

La niña oyó el clamor de su vasija y vio los delirios de la tierra. La sintió vacía y notó que la muerte se estaba acurrucando en ella.

Confundida y desesperada, fue testigo de cómo su vasija se llenaba del mismo suelo inerte cada día y cómo, cada noche, se vaciaba por completo. Comenzaron entonces a atormentarla susurros estériles que clamaban por algo dentro de sí que no habría de nacer.

Y la niña cedió.

La tierra ostentaba vanidosamente sus ramas secas como majestuosos árboles. Zarandeaba el polvo que la cubría buscando atención. La niña, mientras tanto, en un descuido, arrancó una semilla.

Sembró su semilla en silencio, esperando calmar su vasija. Los clamores fueron reemplazados por suaves susurros de amor. El vacío fue llenado con vida y la muerte dejó de acampar.

Las horas avanzaban y la oscuridad no cedía. La niña, embelesada, esperaba ver la semilla germinar. La vasija murmuraba, la tierra alardeaba. Los astros discurseaban miasma en franca desaprobación.

El día en el que la semilla germinó, el sol no se asomó.

La tierra vociferaba consejo tras consejo, ocultando una amarga envidia y poco a poco fue embaucando a la niña. Le enseñaría a cuidar de su semilla, a hacerla crecer cómo se supone que se debe hacer.

Cuando aparecieron las primeras hojitas del retoño, la niña quiso ver. 

Remojó sus manos en las aguas de un pantano y las frotó contra el polvo del suelo para que con sus dedos pudiera dibujarse un par de ojos que le permitieran ver.

—Hay muchas hojas —murmuró la tierra, y la niña con ojos de lodo arrancó dos.

El retoño tardó en crecer como se esperaría de uno mutilado. El cielo oscuro no le aportaba la vitalidad que necesitaba y su tronco se torció.

La niña, al verlo triste, quiso darle palabras de aprobación y ante las querellas de la tierra, una boca de lodo se dibujó.

—Es muy alto. —Fueron sus primeras palabras. 

—Hay que cortarle esa joroba para que no dé la impresión de estar marchito —replicó la tierra.

Así que la niña, marcando la altura con sus dedos, cortó un trozo de la parte superior del brote, justo donde comenzaba a torcerse.

El brote tardaba en crecer a pesar de que la tierra proclamaba su perfección.

La niña, satisfecha, lo velaba con sus ojos de lodo y lo alababa con su boca de barro, pero la vasija comenzó a quejarse.

Tomó un poco de barro de la vasija y se dibujó un par de orejas. Con ellas pudo entender el lamento de esta. 

Levantó con cuidado el brote desde el tallo y lo arrancó rápidamente, arrastrando la mayor cantidad de tierra posible. En su base, multitud de raíces nutriéndose y extendiéndose estaban punzando las paredes de la vasija y, sin medir consecuencias, las cortó de inmediato.

Volvió a poner el brote en su sitio y al verlo marchito, cortó de nuevo el tallo hasta donde aún se mantenía recto, pero mientras lo hacía, algunas espinas le hirieron, por lo que en su furia las arrancó también.

—Sin espinas es perfecto —masculló la tierra mientras sacudía sus ramas secas y llenas de polvo. 

—Sin hojas es perfecto —replicó de inmediato la niña—. Pronto tendrá flores, se acerca lo mejor

Emocionada, la niña se dibujó una nariz de lodo. Esperaba ansiosa ver los frutos de su lastimera vasija que se quejaba a ratos y musitaba palabras de amor de vez en cuando.

Los días pasaron monótonos y aburridos, las nubes iban y venían amenazando y no cumpliendo. Los murmullos de su vasija se confundían con el mascullar de la tierra y el eterno discurso de miasma de los astros, que mostraron su desaprobación una vez más. El cielo se ennegreció devorando la luz. El polvo desaparecía de la vista, las ramas de la tierra se resquebrajaban y la niña, desesperada, no vio a su brote florecer.

Frustrada y en franca furia, gritaba:

 —¡Es perfecto! ¡Es pura perfección! No hay forma de que me haya equivocado, es así como quise yo. Le serví agua a diario. Le podé sus imperfecciones. Recorté sus raíces y ¿así me pagó?

La oscuridad seguía tragándose la luz mientras la niña arrancaba hojas al brote, ató cuerdas al tallo y puso redes a las raíces.

—¡Es perfecto! No puede ser mi trabajo en vano —gritaba mientras colocaba una cúpula de vidrio sobre la vasija—. ¡Es perfecto! Nadie puede decir lo contrario.

Y mientras hacía estas cosas, una lágrima de sus ojos brotó y se derramó dentro de su vasija, sobre las ramas sangrantes de savia blanca y espesa y entonces una pequeña flor brotó.

Pétalos marchitos, pistilos resecos, olor nauseabundo y totalmente sin color. La flor tan pronto apareció, de inmediato, seca y putrefacta, a la tierra cayó.

—Es perfecto —proclamaba la tierra en sonora carcajada—. Es perfecto —gritó ante la consternación de la niña.

Al oír tales palabras de la tierra, la niña dio grandes manotazos al brote. Golpeó sus escasas hojas que se desprendían aun antes de que sus manos las tocaran. Golpeó la vasija destruyendo las raíces dentro de ella y sus lágrimas se mezclaron con la tierra, formando un espeso lodo que embarró su cara.

Del brote quedó una ramita, tan seca como el resto de plantas en la tierra. La niña con todo el rostro embarrado vio al instante su perfección.

La oscuridad se tragaba los últimos vestigios de luz que quedaba y mientras menos se veía, más se escuchaba una lenta y agotada voz diciendo: «He alcanzado la perfección».


Nota del autor: He escrito este relato corto pensando en las implicaciones de la maternidad y la crianza de los hijos. Me ha parecido un experimento muy interesante por lo que también quise hacerle una ilustración adecuada para ello. Para lograr esto, hice un bosquejo a lápiz que deseche de inmediato y puse a prueba la Inteligencia artificial de Bing Chat cuando todavía estaba comenzando y obtuve la magnifica imagen que encabeza este post. Aun quedan detalles por pulir, pero creo que es una imagen muy apropiada.

ColecciónRelatos Cortos
TemáticaSurrealismo, Terror Psicológico, Paternidad
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